martes, 18 de febrero de 2014

18 / 02 / 14



Cornerrollo diario

Con mucho esfuerzo, pero al fin empiezan a intercalarse (y a disfrutarse) días de tiempo primaveral. No tengo ningún problema con ellos, es más, los deseo y los recibo con inmensa alegría. Hace sol, calorcito, se levanta el ánimo, se recuperan fuerzas que creías adormecidas, aparecen las camisetas, los tirantes (¡tirantes!) y la melanina se excita tanto que contagia (en su excitación) al resto del organismo (granos incluidos)… 

Hasta que entras en el metro.

Porque en estos días, cuando disponemos de tantas y tantas alternativas para informarnos del tiempo, desde las apps que te advierten de la temperatura, la presión barométrica, las probabilidades de precipitación e incluso la humedad relativa de tus sobacos, las cientos de webs especializadas donde puedes incluso saber qué tiempo hacía en Kriptón días antes de su desaparición, los interminables espacios televisivos que interrumpen sus predicciones para venderte compresas, o la más antigua, sacar la mano por la ventana, el metro sigue rigiéndose por el calendario “metroriano” que dice que, hasta marzo, la temperatura en sus vagones debe ser de horno “licua mozzarela”. 

Quizá me equivoque y el proceso térmico de los vagones sea de una complejidad inasumible para el profano. A lo mejor, con cada equinoccio, técnicos y trabajadores de la Nasa y del MIT, dejan sus labores para visitar nuestra ciudad y, mediante complicados algoritmos, robots nano métricos y coca-cola (allí aún no ha llegado el boicot), desbloquean ese terminal que ha cobrado vida propia, como el Hal de 2001 pero con menos pretensiones homicidas, y consiguen adecuar la temperatura para que algo más que las colonias de bacterias puedan sobrevivir.

Pero eso no es lo peor, claro. El primer culpable, ya lo he dicho, es el encargado del control de la temperatura. Pero no es el único. Porque una de dos, o la mojigatería se ha adueñado de nuestra sociedad (cosa improbable viendo tanta raja culona allí donde un ser humano se agacha) o hay gente que considera su abrigo una segunda piel que no puede ser arrancada sin utilizar complicados procesos genéticos. 

Amigos, hace calor. Mucho calor. Y en el metro no somos más que cebollas enlatadas. El coste de la luz y el gas nos han habituado a llevar tantas capas de ropa que parecemos los concursantes de “humor amarillo” (¡viva la corrección política en los títulos de programas televisivos!) que van disfrazados de luchadores de sumo.  Tanto, que a veces temo caer por las escaleras, no por miedo a resultar herido, sino porque no sabría calcular la distancia de rebote y no quiero matar a una abuela despistada. 

Y si la analogía cebollesca es adecuada para explicar nuestra tendencia de moda invernal, evitemos, por favor, que también sirva como metáfora de nuestro olor corporal. No llamo guarro a nadie. Sé que todos nos duchamos, todos deshodoramos nuestros sobacos (y algunos incluso otras partes de fácil irritación) y algunos incluso se perfuman. Pero sometidos a una temperatura infernal, TODOS olemos (y cuando digo olemos, quiero decir MAL).

Ese bote de espray que asegura en grandes letras 24 horas de frescor, MIENTE. Pensar que tus feromonas efervescentes no harán sino aumentar tu atractivo animal, es una MENTIRA. 

Así que, por favor, cuando entréis en un vagón atestado donde la temperatura sólo es adecuada para la vida en Mercurio, quitaos la chaqueta. No es una orden, sólo una sugerencia. Hacedlo por las narices que implosionan a diario. Ellas no lo merecen.
¡Un abrazote!

P.D. No va por nadie en particular, pero querido chico del metro, sí, tú, el de la gabardina. Ya es bastante raro llevar una pieza de ropa que alimenta la imaginación de tus co-viajantes que esperan (sin ningún tipo de ganas) a ver cuándo es el momento en que se abrirá y aparecerá su colega “el pelao”. Por favor, POR FAVOR, quítatela (a poder ser sin pelaos). O al menos no cojas la barra de sujeción de tan arriba. Los bajitos huele-sobacos lo apreciaremos muy mucho. 

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