Cornerrollo diario
Hoy me gustaría hablar sobre las edades del hombre (como si hubiera alguien que pudiera impedírmelo), no tanto por tener un interés antropológico sobre el tema, que no lo tengo, sino porque creo sinceramente que las etapas en que se ha dividido nuestra existencia no están bien delimitadas.
Solemos definir esta clasificación: niñez, pubertad, juventud, edad adulta, madurez y tercera edad.
La niñez, también denominada “48 horas más (de sueño)”, transcurre entre el nacimiento y los 12 años. La pubertad, que recibe el subtítulo de “la profecía” o “el exorcista”, comprende de los 12 a los 18 años.
La juventud, que también conocida como “Jo, qué noche” o “Aquellas juergas Universitarias”, comprende de los 18 a los 25 años. La madurez, llamada en los círculos filosóficos “una cana al aire” o “I’m too old for this shit”, va desde los 25 a los 45 años.
La edad adulta, subtitulada como “Crisis de identidad” o “Estos pantalones vaqueros aún me entran”, de los 45 a los 60 años. Y por último, la tercera edad, conocida también por “Este muerto está muy vivo” o “El abuelo tiene un plan”, que va desde los 65 años a la muerte (super yuyu).
Para definir las fronteras entre una y otra etapa, seguimos tirando de tópicos que ya han quedado obsoletos. Decimos, por ejemplo, que la niñez termina con la aparición del primer grano pubescente, o que la misma pubertad, acaba cuando en vez de un grito y un aspaviento seguido de un “tú no lo entiendes, tú no entiendes nada” dedicado a tus padres, empiezas a formar palabras y a construir frases de forma coherente.
En la mayoría de los casos, estas fronteras son realistas, pero incompletas.
Para empezar, la infancia se debería distribuir en tres grandes bloques. La primera es aquella en que no eres más que una larva balbuceante que come, chilla, duerme y defeca de forma más regular que un consumidor de All Bran. Esta etapa termina en el momento en que el pequeño Gusiluz te mira y pregunta ¿Por qué?
Abiertas las puertas del infierno a los “porqués” que terminan invariablemente con un “porque yo lo digo, ¿vale?” nos metemos de lleno en la segunda gran etapa donde aparecen los GIJOes y las Barbies (Diós, qué viejo soy), los pocoyós, los cuentos repetitivos, las canciones repetitivas, las películas repetitivas, los ataques de nervios (parentales) repetitivos y que concluirá, súbitamente, con la aparición del primer póster de Milley Cyrus, Justin Beaver, One Direction o sucedáneo que aparezca en el futuro.
Abrazada la religión “Disneyriana”, la infancia correrá en pos de la pubertad a una velocidad vertiginosa, descubriendo los vestidos-disfraces, la purpurina, las zapatillas de deporte brillantes, los móviles, las consolas, las princesas Disney, las calcomanías tatuaje, las gafas, la ortodoncia, la posesividad (mi cuarto es mío), la puerta cerrada, los mensajitos, las libretitas con corazones, los mangas salidos y multitud de otras referencias que estoy seguro se os ocurren ahora mismo.
Y si bien es cierto que los granos marcan en cierta manera la aparición de la pubertad, en esta sociedad avanzada primero las mujeres (qué puedo decir, siempre van un paso por delante) y después los hombres llegarán a ella mediante dos gestos exclusivos.
Para ellas, es el cambio de dirección de melena. ¿No sabéis qué es?, ¿no lo visualizáis? Pensad en esto. Chiquilla, 13 años recién cumplidos. Pelo largo (o media melena). Diademas o clips opcionales. Sin venir a cuento, sin previo aviso, sentada en su pupitre de clase, tomando apuntes (¿aún los toman?) deja todo lo que está haciendo y alza la mano derecha o izquierda (hay que elegir, no es un movimiento pensado para la ambivalencia “bracística”) la lleva al nacimiento de su cabello (lado opuesto de la mano escogida) y con gracia y picardía ¡Zas! cambia la dirección de su peinado de un lado a otro seguida de una sonrisa pizpireta asignada a algún objetivo (hembra o varón) que se derrite al contemplarla. Ese, ese es el momento en que empieza la pubertad para ellas.
El de los chicos es bastante menos sutil (va en los genes) y prácticamente no ha cambiado en lo que llevamos de existencia. Se llama “¡Es que no sabes llamar a la puerta!” seguido de saltitos, cierre de cremallera, enrojecimiento facial y vergüenza sublimada.
Toc, toc, ¿quién es? SOY LA PUBERTAD.
Lo dejaremos por hoy, porque en esta sociedad internauta más de 14.000 palabras resulta un suicidio editorial. Mañana continuará. Y mientras tanto…
¡Un abrazote!
P.D. Mi pubertad llegó a los 20 años. ¡Y seguís sin entenderme, sin entender nada!
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