El problema de la conciencia, entendida como la capacidad de pensar en
nosotros mismos como individuos pensantes, no la vocecita gritona que
silenciamos cuando guapísimas estudiantes que cobran el sueldo mínimo nos acechan
en la calle para que nos unamos a una ONG, es que nos hace seres solidarios,
pero no especialmente generosos.
Y eso se traslada a todas las facetas de nuestra vida excepto a una. La
distribución de virus, bacterias y enfermedades.
Puede ser el hombre más tacaño, vil y rastrero del mundo, no haber pegado
un palo al agua o movido un dedo por otra persona que no seas él mismo que, al
llegar la gripe, se montarás en un metro repleto y estornudará con la boca bien
abierta. Sin tapujos, sin vergüenza. ¿Poner una mano delante? ¿Para qué?
Acabará tu estornudo con un gran suspiro de satisfacción por el trabajo bien
hecho y sacará un pañuelo de papel, que a esas horas es más un arma
bacteriológica de destrucción masiva que celulosa, y se mocará con potentes
bramidos de claxon camionero.
¿No tenía suficiente? ¡No! Primero agitará el pañuelo para asegurar una
mejor dispersión. Toserá en todas direcciones, dibujando trazos con el cuello que
no se habían visto desde la niña del exorcista. La generosidad, en este punto,
no tiene barreras morales. De pronto dejarán de importarle razas, religiones, situación
social o condición sexual. Porque hoy, ¡hay virus para todos!
Debemos luchar contra esta lacra social. Finiquitar la generosidad mal
entendida. Gritemos al unísono. Mascarillas Michael Jacksoneras para todos.
¡Un abrazote!
P.D. Sí, va por ti, tío del metro. Si mañana no estoy muriendo te
perseguiré con una tarrina de Vick Vaporub.
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