Cornerrollo diario
Ya desde pequeño, cuando
aún era un animalillo adorable, todo rizos de oro, grandes ojos azules, medida
estándar para la edad y monos setenteros de reparador de calderas como
vestuario, me dio por empezar a leer. Mucho. Muchísimo.
Con el tiempo, perdí la adorabilidad, mi pelo se oscureció y la
medida estándar quedó por debajo de la media. Aun así, conservé esos enormes y
arrebatadores ojos azules. Y me dio por seguir leyendo. Mucho. Muchísimo.
Y entonces la naturaleza,
que es muy sabia, pero también tocacojones, decidió que ya había disfrutado
demasiado de esa ventaja genética, y decidió dotarme de un astigmatismo de
caballo. No, no hablo de cruces ensangrentadas y pústulas supurantes en la
frente en forma de corona de espino. Lo más similar, un morado en la espinilla
que, de lado, se parecía un poco a Gallardón en una sesión de depilación “cejera”.
Hablo del fenómeno que
comprende la orgía alfabetizada, o en palabras simples (pero menos divertidas)
que se te junten las letras.
Y fue entonces cuando
empezó el calvario de las gafas. Podéis imaginaros que lo último que yo quería,
era ocultar esos imanes azules que había recibido de herencia familiar (nadie
los tiene en la familia, pero siempre me ha dado reparo preguntar por el butanero).
Los primeros tiempos, elegí monturas finas que me daban un aire de profesor
universitario. Problema. Eran metálicas y se clavaban en la nariz como si
quisieran excavar un pozo para encontrar la fuente de la eterna “mocabilidad”.
Pasó la época pastillera,
y llegó la gafapastera. Cansado de tener marcas similares a las que hacen los
extraterrestres en los campos de trigo (que deben ser la versión alienígena del
Telesketch) me pasé a ese tipo de gafas, mucho más ligeras. Duraron poco. No
soportaba que tanta pasta ocultara esas dos gemas azules (más que nada porque
mi personalidad apestaba bastante, era un tirillas y medía metro y medio, con
lo que no tenía mucho más cebo que utilizar)
Llegaron las gafas
invisibles. Estupendas, ligeras, transformando mi azul en lapislázuli
celestial. Pero en poco tiempo estaban totalmente ralladas. Pasaron meses antes
de comprender que mis libros de texto no estaban censurados por una extraña
Agencia del Control del Intelecto, y que eso que veía, eran tan solo rayotes.
Ya desesperado y bastante
harto de mi azulada pasión, decidí pensar qué quería de unas gafas. La
respuesta fue: que cuando bajes la mirada, sigan ahí. Ah, sí amigos, después de
tanta tontería, lo único que quería era que, al estar leyendo estirado en la
cama, la montura no obstaculizara la lectura. Y eso hice. Salí del óptico con
mis gafas Undostresianas y puedo decir que son la mejor compra que he hecho en
mi vida. ¿Son feas? ¡Mucho! ¿Me dan aspecto de compañero de Torrente? ¡Por
supuesto! Pero que delicia.
¡Un abrazote!
P.D. Podréis reconocerme
en los bares nocturnos porque mis ojos son Blaugranas.
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